EL SAQUEO MASIVO DEL P.P DURANTE LOS OCHO AÑOS DE AZNAR 1996 -2004
Hace treinta años, España se deshizo de empresas estratégicas que han impedido al Estado disponer de instrumentos clave para impulsar un modelo productivo capaz de enfrentarse a un profundo proceso de transformación de la economía mundial.
José María Aznar, junto a su ministro de Economía Rodrigo Rato, lideró la mayor privatización de empresas públicas en España durante los años 90.Jesús Hellín / Europa Press /ContactoPhoto
El grupo Saudi Telecom Company (STC) del 9,9% del capital de Telefónica, provocó el pánico de los dirigentes políticos de este país, al ver cómo un Estado extranjero, de régimen islámico para más señas, se convertía (directa o indirectamente) en uno de los accionistas de referencia de la principal compañía tecnológica española. La principal causa oficial de dichos temores guardaba relación directa con el hecho de que dicha compañía está implicada de lleno en la industria de defensa y en el desarrollo de la sociedad digital. Según los portavoces del Gobierno esto obligaba a reaccionar de inmediato con la recompra de un paquete accionarial (10%) suficientemente grande como para garantizar la participación activa del Estado español (a través de la SEPI) en la toma de decisiones estratégicas de la empresa.
Recordar que todo esté alambicado y convulso proceso se podría haber evitado si el Gobierno de Aznar no se hubiera desprendido, en 1997, del último 20% de las acciones de Telefónica, que aún permanecía en poder del Estado. Como también podría haberse evitado que Endesa estuviera hoy en manos del Estado italiano, a través de ENEL, tras desprenderse de ella el Estado español, en 1998. Al igual que podrían haberse evitado las amenazas de paralización, o traslado de inversiones a otros países, de algunas compañías (como ahora Repsol), beligerantes con el impuesto especial de 2022 a la banca y las energéticas si Rodrigo Rato no la hubiera privatizado por completo (el 11% restante que quedaba) hace ahora veintisiete años. Amenazas, por cierto, que, por lo que ya sabemos, han tenido éxito.
Pero estos casos (Telefónica, Endesa, Repsol) no son sino algunos variados ejemplos, entre muchos otros que podríamos enumerar, de los indeseables efectos colaterales de la política de privatizaciones que tuvo lugar, fundamentalmente, en los años 90 del s. XX, realizada, en parte, por los últimos gobiernos socialistas, y en otra parte, por el Gobierno de Aznar, con un Rodrigo Rato estelar como protagonista invitado.
Si nos centramos exclusivamente en el aspecto meramente recaudatorio, el resumen general de dicho proceso es el siguiente, los gobiernos de Felipe González obtuvieron, hasta 1996, un total de 13.200 millones de euros, con la venta de empresas públicas por parte del Instituto Nacional de Industria (INI), el Instituto Nacional de Hidrocarburos (INH) y la Dirección General de Patrimonio del Estado. Mientras que, a partir de 1996, se consiguieron alrededor de 30.000 millones (mayoritariamente gestionados por la Sociedad Estatal de Participaciones industriales, SEPI) concentrados en casi su totalidad en el periodo comprendido entre los dos gobiernos de Aznar (1996-2004), y, particularmente, en el periodo previo a la incorporación al euro, cuya creación como moneda común se produjo en 1999.
La vertiente recaudatoria de las privatizaciones tenía una importancia muy considerable, fundamentalmente porque los ingresos extraordinarios obtenidos por la venta del patrimonio público podrían utilizarse para sufragar las considerables pérdidas acumuladas por un sector económico estatal, heredado del franquismo, tan innecesario, como mal gestionado y caótico.
Pero también para reducir el déficit público y cumplir los criterios de convergencia, tanto los exigidos para entrar en la UE (entonces Comunidad Económica Europea, CEE) y en el mercado único, como para incorporarse al euro.
La potencia de fuego con la que contaba el Gobierno para obtener inmediatamente ingresos extraordinarios, era muy elevada (hablamos entonces de Gas Natural, Telefónica, Endesa, Repsol, Red Eléctrica, Iberia, CASA, Argentaria y Tabacalera), empresas, casi todas ellas líderes en su sector, cuando no meros monopolios), sino también porque, en realidad, no estábamos tan lejos de la exigencia europea.
a la altura de 1996, cuando los socialistas dejan el Gobierno, la deuda pública respecto del PIB está situada en el 67% (objetivo moneda única: 60%), y, por tanto, fácilmente alcanzable, mientras que el déficit de las cuentas, si bien estaba situado en un 5,5% del PIB, en principio bastante alejado del objetivo del 3%, en realidad no lo era tanto, si nos atenemos a la literalidad del texto que detalla la exigencia europea: «La proporción entre el déficit público previsto o real y el producto interior bruto (PIB) no debe sobrepasar el 3%, a menos que la proporción haya descendido sustancial y continuadamente y llegado a un nivel que se aproxime al valor de referencia…».
La estrategia industrial decidida por parte de los sucesivos gobiernos españoles. Consecuentemente, al impacto que ello ha podido tener en la composición y estructura misma del modelo productivo que se ha ido definiendo y desarrollando desde entonces, hasta llegar a la situación actual, marcada por una economía relativamente mediocre y de valor añadido bastante escaso. En este sentido, la pregunta que hubiera debido hacerse, y no se hizo, es: ¿Se podían cumplir los objetivos de convergencia con el euro sin privatizar del todo, al menos, algunas de las empresas de sectores considerados estratégicos (energía, telecomunicaciones, finanzas, aeronáutica…), manteniendo un paquete mínimo de acciones, suficiente como para garantizar la participación del Estado en sus decisiones futuras?
Si no se hubieran llevado a cabo las privatizaciones de empresas estratégicas], los gobiernos tendrían ahora un instrumento clave para impulsar un modelo productivo que se enfrentaba a un profundo proceso de transformación de la economía mundial.
Y la respuesta, naturalmente, no puede ser más que afirmativa. Resulta bastante obvio que, si en lugar de obtener 22.000 millones de euros por las privatizaciones del núcleo duro de nuestro patrimonio industrial, que es lo que consiguió Aznar, se hubieran recaudado alrededor de 20.000, entonces nada sustancial, cuantitativamente hablando, habría cambiado. Y, sin embargo, los gobiernos tendrían ahora un instrumento clave para impulsar un modelo productivo que se enfrentaba a un profundo proceso de transformación de la economía mundial, marcada por el avance de la globalización, las nuevas tecnologías, el calentamiento global y la reconversión energética. Una transformación ante la cual, las empresas privadas de los países pequeños, como España, se encontraban en serio riesgo de quedar diluidas en el conjunto, o de ser absorbidas por el capital extranjero, perdiendo cualquier capacidad de tomar decisiones ligadas, en mayor o menor medida, a intereses o estrategias nacionales, que es lo que, efectivamente, ha venido ocurriendo hasta ahora.
Los gobiernos socialistas privatizaron totalmente lo que era necesario privatizar, porque la inmensa mayoría de las empresas eran totalmente deficitarias, no estaba justificada su presencia en el sector público, y suponían una pesada carga para los presupuestos del estado.
foto: Huelga General del 14 de diciembre de 1988
Es oportuno resaltar, ante las frecuentes afirmaciones interesadas en responsabilizar por igual a los gobiernos del PSOE y del PP, del proceso privatizador, y de sus indeseables consecuencias. Si bien es cierto que las privatizaciones, con carácter masivo, se iniciaron en 1984, con el primer Gobierno de Felipe González, existe una diferencia esencial entre estas y las realizadas por el Gobierno de Aznar, a partir de 1996.
Para empezar, los gobiernos socialistas privatizaron totalmente lo que era necesario privatizar, porque la inmensa mayoría de las empresas eran totalmente deficitarias, no estaba justificada su presencia en el sector público, y suponían una pesada carga para los presupuestos del estado. Muchas de ellas, además, habían alcanzado el estatus de públicas a través de procesos de socialización de pérdidas, a los que tan proclive era el viejo régimen franquista, y, desde luego, no podían considerarse estratégicas, en modo alguno. Pero también porque, en un mercado único europeo, sometido a la libre competencia, no tenía justificación (ni la CEE lo consentiría) que el estado estuviera presente, a través de empresas públicas, en los mercados de bienes y servicios normales, compitiendo con el resto de empresas privadas europeas.
Un sencillo inventario de las más de 70 operaciones de venta realizadas desde 1984 hasta 1996, nos muestra la enorme variedad de sectores presentes en las empresas privatizadas. A modo de ejemplo, existían 20 productoras y comercializadoras de alimentación, 12 de aluminio, metalurgia y minería, 10 de bienes de equipo y construcción naval, y muchas otras en menor número, pertenecientes a actividades tan variopintas, como los fertilizantes, el textil, la artesanía, el papel y la celulosa, la farmacia, las agencias de viaje, el calzado, los seguros, la electrónica, la automoción o el transporte.
No ocurrió, sin embargo, lo mismo en el caso de las empresas consideradas estratégicas (como Endesa, Repsol, Argentaria, o Telefónica) que fueron privatizadas solo parcialmente, hasta 1996, a través de Ofertas Públicas de Venta de Acciones (OPV), permitiendo al Gobierno obtener 10.200 millones de euros para seguir reduciendo deuda y déficit público de manera significativa, pero sin perder el control público de ninguna de ellas.
Es cierto que no sabemos qué hubiera pasado de haber continuado los gobiernos socialistas, porque no se mostraron muy explícitos entonces sobre si el Estado debería, o no, mantener el control de los buques insignia de nuestra industria. Aunque habría que reconocer que la creación de la figura de la acción de oro en la Ley de Bases de la privatización (1995), que pretendía reservar al Estado (durante un periodo de 10 años) la capacidad de intervenir en las decisiones estratégicas futuras de las empresas, una vez privatizadas estas por completo, si así se consideraba desde el punto de su relevancia para el interés general/nacional, podría dar algunas pistas acerca de la intención, no declarada, que pudiera tener el Gobierno de seguir privatizando todo hasta el final. Pero, puesto que nada de esto ocurrió (los socialistas perdieron las elecciones), todo lo que aquí pudiéramos decir no serían sino meras especulaciones.
Sin embargo, con la llegada de Aznar al Gobierno en 1996, todo se aclaraba definitivamente. Ni él, ni su ministro de economía, Rodrigo Rato, pestañearon lo más mínimo para privatizar por completo todas las empresas públicas estratégicas que aún tenían alguna participación, mayoritaria, o no, del Estado español. Y así, en junio de ese mismo año se aprobaba el Programa de modernización del sector público empresarial, iniciándose de inmediato el proceso para privatizar el resto de la propiedad que quedaba todavía en manos del estado, de todas aquellas empresas estratégicas ya indicadas. No obstante, decidieron mantener la vigencia de la acción de oro, la cual, en realidad, no fue más que el instrumento legal para justificar la venta completa de las empresas, bajo la apariencia de que estaban decididos a impedir, al mismo tiempo, que estas tomaran decisiones en contra del interés nacional, o que cayeran en manos del capital extranjero. De este modo, el dúo Aznar/Rato podría obtener enormes ingresos extraordinarios en un relativamente corto espacio de tiempo, sin necesidad de realizar grandes esfuerzos presupuestarios, y sin necesidad de poner en duda su patriotismo.
El problema es que, como era de esperar, el Tribunal Superior de Justicia de la Unión Europea (TJUE) declararía ilegal la acción de oro, siete años después, en 2003. No hacía falta ser un experto jurista en derecho comunitario para entender que el hecho de que un Estado se reserve la capacidad de decisión de una empresa, al margen de sus legítimos propietarios, va en contra de la normativa europea sobre el libre movimiento de capitales y la competencia, además de suponer una evidente amenaza sobre la seguridad jurídica en un Estado de derecho, que solo podría estar justificada si hubiera riesgos manifiestos para la seguridad nacional, la salud o el medioambiente.
Quizá debieron preguntarse entonces por qué, mientras aquí lo vendíamos todo al mejor postor, los principales países de nuestro entorno (Alemania, Francia e Italia), que pertenecían también a la UE y al mercado único, como España, mantenían, sin embargo, la propiedad o el control accionarial de algunas de sus empresas estratégicas
Y por eso, el hecho es que hoy, Electricité de France está totalmente en manos del Estado francés, el cual controla, a su vez, el 23% del capital de Orange (France Telecom, la equivalente francesa de Telefónica), y el 23,6% de Engie (la antigua Gaz de France); que el 30,4% del capital de Deutsche Telekom es del Estado alemán, y también la totalidad del gigante del gas Uniper (recientemente nacionalizado), y que la eléctrica italiana ENEL (propietaria del 70% de Endesa, nuestra Endesa) está controlada, en un 23%, por el Estado italiano, así como el 10% de Netco (Telecom Italia). Todo lo cual, creo, proporciona bastantes pistas acerca de la importancia que los países económicamente avanzados de Europa conceden al hecho de que el Estado siga, al menos, teniendo voz y voto en los consejos de administración de las empresas consideradas estratégicas para el país.
El liberalismo económico tiene muchos aspectos positivos para garantizar la eficiencia de las empresas y la competencia en los mercados, además de innumerables ventajas para los consumidores y el conjunto de los distintos países que lo practican. Pero ello no puede, ni debe, obviar la necesidad de que, en un mundo globalizado, y una vez constatada la gran asimetría económica en términos de tamaño, así como la enorme diferencia en los volúmenes de capital disponible entre los diversos países, los Estados nacionales intenten mantener un control razonable sobre las grandes empresas de sectores estratégicos, esenciales para el desarrollo de su propio sistema productivo. No debe olvidarse que solo un accionista como el Estado puede, en un país pequeño o mediano, de capitalismo relativamente débil, disponer de la potencia financiera suficiente para acudir a posibles ampliaciones del capital y mantener el pulso a los grandes fondos de inversión, en el caso de que sus decisiones sean manifiestamente contrarias al interés general del país.
En los años 80 España tenía más de 130 empresas públicas estatales directas
Así se registró en 1997 la autorización de la venta de un 35% del capital público de Endesa por parte del consejo de ministros, presidido en ese momento por José María Aznar (PP). «Permite seguir el calendario de privatizaciones que se ha marcado el gobierno y que, en el caso de Endesa, si los mercados lo permiten, se quiere completar a lo largo de 1998 para que el capital esté completamente privatizado. Se puede decir que [la privatización del sector público industrial] ha cogido velocidad de crucero», añadiría horas más tarde el entonces ministro de Industria, Josep Piqué.
«Será la operación más grande realizada hasta ahora en España e implicará la pérdida de la mayoría pública en la empresa eléctrica»
foto: Josep Piqué en el 2008
Privatizaron 52 empresas por más de 30.000 millones con Rato como ministro
En septiembre de 1996, la venta de un 3,81% del capital de Gas Natural suponía el punto de partida.
Desde entonces y hasta 2003, el Gobierno ejecutó la privatización (total o parcial) de 52 compañías, efectuadas a través de 60 operaciones. Con ellas, el Estado logró ingresar 31.747 millones de euros.
El aquel entonces secretario general adjunto del Grupo Socialista, Jesús Caldera, acusaba a Rato de ser el principal beneficiario de las privatizaciones del gobierno y afirmaba que este proceso dejaba al Estado «albur de los intereses privados, que son los que pueden hacer grandes negocios con la venta del Patrimonio».
El ya presidente de Telefónica, César Alierta, fue acusado en el 2003 de haber hecho uso de información privilegiada para lucrarse con la compraventa de acciones de Tabacalera, una compañía que fue privatizada en 1998.
LA CHORRADA DOGMÁTICA DE LOS NEOLIBERALES SEGUIDISTAS DEL «MANIFIESTO POR LA LIBERTAD» DE FRIEDRICH HAYEK
Sin presentar a programa electoral alguno, por la puerta de atrás, de espalda a los electores, las derechas decidieron dejar en bragas al Estado, vender todas las empresas del sector estratégico que garantizaba la independencia estatal frente a lobbies privados.
Compañías hoy en día fundamentales del entramado económico español formaron parte de aquella oleada de liberalización.
El objetivo era liberalizar los mercados de bienes y servicios para favorecer la competencia aumentando el número de operadores. Reduciendo al mínimo, en pocas palabras, el papel del Estado en la economía.
Telefónica, Red Eléctrica, Repsol, Aceralia, Indra, Iberia y Transmediterránea son sólo algunos de los múltiples nombres de compañías que vieron en aquellos años descender o desaparecer la participación del Estado en su capital.
ENDESA
También Endesa, protagonista de la mayor operación de privatización en la historia de España. En octubre de 1997, el Gobierno se deshizo del 25,44% de la compañía eléctrica, por un importe de 4.207 millones de euros. Esta operación representaba un récord por entonces, pero sólo un año después la propia Endesa se veía envuelta en otra venta de mayor calado. En junio de 1998, el Estado vendía más de 300 millones de acciones de la eléctrica, con una valoración superior a los 6.000 millones de euros.
TELEFÓNICA
En febrero de 1997 de un 21% de Telefónica, que suponía el fin de la presencia pública en el capital de la compañía de telecomunicaciones. La venta reportó más de 3.786 millones de euros a las arcas públicas y fue denominada operación del año por la revista Corporate Finance.
La coincidencia en el tiempo de estas ventas con las de Repsol, Tabacalera y Argentaria, entre otras, hicieron de 1997 y 1998 los años de mayor intensidad en el proceso de privatización, con ventas que, en ambos ejercicios, superaron los 12.000 millones de euros. En relación al PIB, las privatizaciones supusieron esos años más de un 2,5% de la producción de la economía española.
El proceso fue recibido con creciente interés entre los inversores, que aprovecharon las ventas en bolsa (el 75% de las ventas se formalizó a través de OPV bursátiles) para entrar en el capital de estas empresas. La demanda en la salida a bolsa de Indra superó hasta en 35 veces la oferta, mientras que en operaciones como las de Argentaria o Tabacalera la sobredemanda fue de hasta 15 veces.
La intensidad del proceso también fue perceptible en la pérdida de protagonismo del Estado en bolsa. A cierre de 1995, el Gobierno era propietario de un 12,2% del capital de las empresas cotizadas. Ocho años después, este porcentaje había menguado hasta un minúsculo 0,52%.
El peso del Estado en la bolsa española se redujo en ocho años del 12,2% a apenas el 0,52%
Para valorar el rendimiento bursátil de las compañías privatizadas, el Consejo Consultivo de Privatizaciones (CCP) elaboró una serie de índices para medir el comportamiento relativo de estas empresas frente al conjunto del mercado. En 1999, el CCP determinaba que el peor comportamiento relativo de las compañías que el Estado había puesto en el mercado era significativo de «que los precios a los que el Estado ha vendido a través de OPV sus participaciones en empresas públicas han sido ajustados».
Cuatro años después, sin embargo, su rendimiento duplicaba el del Ibex, lo que el CCP explicaba por tratarse por lo general de compañías ligadas a negocios estables y defensivos, menos golpeadas por la crisis que había desatado en los mercados el pinchazo de la burbuja .
Algunas apreciaciones
El largo proceso privatizador que tuvo lugar en España a lo largo de las dos últimas décadas del S. XX, estuvo justificado, en una buena parte, debido a la caótica situación del sector público empresarial heredado del franquismo, y plagado de empresas en actividades no estratégicas (bienes y servicios de consumo), obsoletas, o simplemente monopolios, todo ello incompatible con el mercado único europeo (España se incorpora a la CEE en 1986). Pero ese proceso privatizador también sirvió para obtener ingresos extraordinarios para compensar las pérdidas acumuladas por tales empresas, reducir la deuda y el déficit público y cumplir así los criterios exigidos para entrar en la moneda única. – No todas las privatizaciones fueron iguales. En términos generales, las que se llevaron a cabo por los gobiernos socialistas solo fueron completas en todas aquellas empresas consideradas como no estratégicas, de las que, por otra parte, pocos ingresos podían obtenerse. En el caso de las empresas estratégicas (Endesa, Repsol, Telefónica, Gas Natural, Iberia y Argentaria, las joyas de la corona), la privatización fue solo parcial, con el único objetivo aparente de conseguir un volumen significativo de ingresos extraordinarios, sin que pueda aventurarse, con seguridad, un pronóstico acerca de lo que habría ocurrido en el caso de que Felipe González no hubiera perdido las elecciones en 1996.- Las privatizaciones llevadas a cabo por Aznar/Rato, a partir de 1996, sin embargo, afectaron a todas las empresas estratégicas, y obedecieron esencialmente a una visión profundamente neoliberal de la economía, sin perjuicio de que aquellas sirvieran también, en la práctica, para cumplir los criterios de convergencia exigidos por el euro. Dichos criterios se hubieran cumplido exactamente igual si, en lugar de enajenar la totalidad de las acciones en manos del Estado, este se hubiera reservado entre un 10% y un 15% de las mismas, con el fin de garantizar en el futuro su presencia en el consejo de administración como socio de referencia (algo que sí hicieron alemanes, franceses o italianos).– Recurrir a la acción de oro, creada en 1995 por el Gobierno socialista, para compensar el abandono total que el Estado estaba perpetrando de los buques insignia de su industria y de su sector energético, no era una solución realista, ni viable en términos legales, como el TJUE vino a sentenciar en 2003, cuando ya casi nada tenía solución. – La debilidad del capitalismo español, en un mundo cada vez más global, impidió que el Estado fuera sustituido, a la larga, por otras empresas y entidades financieras españolas privadas (como sí ocurrió durante los primeros años del proceso privatizador), acabando, al fin, la inmensa mayoría de ellas en manos del capital extranjero, cuando no de otros Estados. Lo que ha venido a poner descarnadamente de manifiesto que el problema de las privatizaciones no es solo la privatización como tal, y, por tanto, la pérdida de capacidad de control del Estado español sobre sus propias empresas y sectores estratégicos, sino, sobre todo, la desnacionalización de las mismas.Resulta muy sorprendente, en fin, que, sabiendo todo esto, aún hoy existan muchos analistas, economistas y opinadores expertos en general, que mantengan que lo mejor de los gobiernos Aznar fue su gestión económica. En realidad, la muy reconocida, y alabada, gestión económica de Aznar no parece, a la postre, muy sofisticada; ni tampoco que hubiera de requerir de largas e intensas jornadas de reflexión, análisis y trabajo.
La muy reconocida, y alabada, gestión económica de Aznar no parece, a la postre, muy sofisticada
Fundamentalmente, se concretó en dos decisiones/actuaciones estelares. En la primera de ellas, se vendió todo el patrimonio público empresarial en manos del Estado, obteniendo cuantiosos recursos extraordinarios, y consiguiendo la entrada en el euro. En la segunda, se decretó la liberalización total del suelo, promoviendo un periodo de intenso crecimiento económico, claramente sesgado hacia la actividad constructiva.
El hecho de que nuestras empresas estratégicas acabaran casi todas en manos del capital extranjero, o de que la liberalización total del suelo contribuyera (que no provocara) la llegada de la burbuja inmobiliario-financiera que se produjo a lo largo de la siguiente década, no son, al parecer, sino simples efectos colaterales a los que no hay que darle demasiada importancia.
CONCLUSIÓN
El miedo a que fuerzas políticas partidarias de la Economía Planificada, un día y siguiendo las reglas del juego, pudieran ganar con mayoría absoluta el poder en las urnas llevó a trampear y robar (no hay otro término) el futuro a los ciudadanos desposeyendo a los mismos de un futuro soberano. Para lo cual decidieron vender lo que no era suyo, la propiedad pública, generando un efecto irreversible de asentamiento del sistema del capitalismo descarnado y un atar de manos a las autoridades del gobierno a buscar soluciones a los problemas de la población que estuvieran al margen del dogmatismo neoliberal. Una cacicada, en definitiva, un Estado Totalitario capitalista camuflado.