Los vídeos de gatos domésticos son, o están entre, los más populares en las plataformas digitales. Menos populares, aunque es un subgénero en expansión, son los libros en los cuales algunas plumas brillantes nos hablan de su experiencia conviviendo en su hogar con estos pequeños felinos. Hay al menos un libro, mientras no escribamos otro, que todo amante de los gatos podrá disfrutar y, lo que es más interesante, completar mentalmente con sus propias experiencias, al tiempo que lee. Estamos hablando de Lo que aprendemos de los gatos, escrito por Paloma Díaz-Mas.
El origen de la relación de estas pequeñas fieras con los humanos sigue siendo objeto de debate científico. Algunos investigadores sostienen que no es correcto hablar de ellos como animales domésticos, toda vez que no están domesticados. Y si en algo lo estuvieran sería resultado de la auto domesticación más que de la actividad de los humanos.
Por varios miles de años nos han acompañado. Unos como empleados de las granjas, en tanto que guardianes de los granos frente a los roedores; otros como príncipes, merecedores de gran respeto —se atribuye a Mahoma haber declarado que prefería hacerse cortar sus ropas antes que despertar a los gatos que sobre ellas sesteaban—; y más recientemente, como colegas amorosos con los cuales mantenemos constantes conversaciones.
Pese a esta proximidad es bastante sorprendente lo poco que de ellos sabemos. Dejando de lado las investigaciones intrusivas, como las que hicieron posible entender cómo está cableado su sistema visual, es sorprendente lo poco que sabemos sobre por qué hacen lo que hacen, de modo que siempre estamos conjeturando sobre las posibles causas de sus conductas.
Y es que la investigación etológica sobre los gatos es especialmente complicada, toda vez que establecer una conexión causa-efecto parece mediada por una misteriosa vida interior. Una de mis investigaciones favoritas fue la que, en los albores de la psicología experimental, en 1911, llevo a término Edward Thorndike. Este psicólogo, como muchos otros, intentaba demostrar que el amor por la libertad era un valor universal y que todos los animales aplicaban su inteligencia y esfuerzo a alcanzarla. Para probarlo introdujo todos los gatos a su alcance en un laberinto y observó cómo se esforzaban en encontrar la salida. Todos los gatos, salvo dos, Mister 11 y Mister 13, se aplicaron a ello con celo. ¿Qué pasaba con Mister 11 y Mister 13? Ambos cuestionaban la teoría de Thorndike y este no disponía de una explicación convincente, de modo que en la página 35 de su libro Animal intelligence, insultó a ambos gatos diciendo, de uno, que era extremadamente lento, y del otro, que era un viejo carcamal (pese a que sólo tenía 19 meses). Nunca más volvió a investigar con gatos.
Evidentemente quienes no estamos inclinados a insultar a estos dos difuntos, ni a ningún otro gato, creemos que esos dos animales sabían algo que los demás ignoraban: siempre los sacaban del laberinto, sólo había que sentarse y esperar. Desafortunadamente Thorndike carecía de la paciencia necesaria para probar lo que podríamos llamar la hipótesis Bartleby: solo si no queda más remedio, el tiempo pasa y nada sucede, nos esforzaremos en salir del laberinto.
Mister 11 y Mister 13 nos enseñaron algo que no está en el libro de Díaz-Mas, y que más de 100 años después seguimos sin aprender.
Un día sí y otro también, bajo formas constantemente reinventadas, escuchamos que nuestra posición en el mundo es resultado de nuestro esfuerzo, que vivimos en una sociedad que asegura la igualdad de oportunidades, que vivimos una biografía y no un destino.
Nos dicen que la igualdad de condición no es relevante. Quieren que ignoremos que hacer méritos es costoso, muy costoso, y solamente algunos pueden pagarlo.
Quieren, en suma, que ignoremos que la salida del laberinto es la entrada del laberinto. Mister 11 y Mister 13, los más sabios maestros imaginables, se merecen una estatua de la plaza de Belianes. ¡Queda abierta una colecta de fondos!